Domingo 31 de mayo de 2015. 19:35.
Un sol de justicia incide sobre mi cabeza hirviente, hace ya tiempo bañada por un sudor catártico; uno que no nace tanto de la excitación que bulle en mí ante la perspectiva del próximo encuentro como del genocida calor que hace. Y que no me he traído agua, me cago en mi puta vida. En la mochila sólo guardo un libro, pero eventualmente acabo acompañándolo de una botellita de ínfima cantidad de centilitros y precio abusivo. Que me he acabado en menos de dos segundos. Qué caló. A mi espalda dejo al señor Juan Carlos Monedero ejerciendo de rock and roll star multifotografiada mientras contengo mi impulso de acudir a la caseta donde Manuela Carmena sigue consolidando su adorabilidad para pedirle caramelos. No tengo tiempo que perder.
La caseta a la que me dirijo se encuentra al final de la feria, o al principio, nunca he sabido muy bien cómo distinguirlos y siempre que quedo con los colegas nos hacemos un lío y acabamos recorriendo por cuatro veces, en el mejor de los casos, la longitud del paseo. El caso. La susodicha se encuentra en medio del mismo recorrido y no a los lados, como diciendo, mírenme, ésta es la caseta. Ésta es la parada obligatoria de cualquier caminante, aquí han de acabar vuestros pasos indefectiblemente, por muy bien que os lo hayáis pasado devorando novelas gráficas sin vergüenza ninguna en las casetas más selectas o dándole el coñazo con autores yugoslavos a los de Anagrama. Enseño mi acreditación, oigo algún exabrupto de impecable sintaxis afeándome la oportunidad en lo que me adelanto y penetro en la caseta, más grande y ostentosa, por supuesto, que todas las anteriores que he podido contemplar. Mi interlocutor ya llevaba un tiempo observándome, en ningún caso podría decir con expectación.
EL MENDA: Buenas tardes, don Arturo. Venía a hacerle unas preguntas, muy rápidas, y enseguida le dejo que siga con sus firmas.
PÉREZ-REVERTE: (Inclina la cabeza e indica que tome asiento. Hay una botellita de agua similar a la mía que no puedo evitar mirar con avidez. Mi interlocutor no parece haberla tocado) Espero que no tome mucho tiempo. Tengo muchos libros en los que estampar mi rúbrica. Mucha gente esperando. Por mí.
EM: Yo también quería que me firmara un libro, si no es molestia.
PR: (Sonríe) No faltaba más. ¿Lo tiene ahí en la mochila? ¿Hombres buenos?
EM: La verdad es que no. Me he traído El tango de la Guardia Vieja.
PR: Bueno, no hay ningún problema. Puede adquirir uno en casi cualquiera de las casetas de esta feria. Y con descuento. Debería aprovechar la oportunidad. Que se le presenta.
EM: Lo cierto es que ya he leído Hombres buenos, don Arturo. De eso precisamente quería hablarle.
PR: Con mucho gusto. Verá, mi última novela no se entendería en absoluto sin mi pertenencia a la Real Academia Española, en la que, como sabrá, ocupo el sillón con la letra T. Desde el 2003. La historia nace al hilo de...
EM: Perdone que le interrumpa, pero ya sé todo lo que hay que saber al respecto.
PR: ¿Cómo dice?
EM: Al principio lo explica todo, en primera persona. Poco después de un prólogo, un flashforward, en el que adelanta una de las escenas clave de la novela. O... bueno, eso pensaba que era.
PR: El duelo en París, en efecto. Una gran escena. Leí cinco libros para darle forma con el máximo rigor.
EM:... el libro se divide en dos partes, en las que la acción salta de una a otra. Una cuenta la historia del almirante Pedro Zárate y el bibliotecario Hermógenes Molina, académicos de la RAE que han de viajar al París prerrevolucionario para hacerse con la Encyclopèdie de D`Alembert y Diderot. La otra cuenta cómo usted se documentó al respecto y dio forma a la propia novela.
PR: Exacto, ¿y no le parece excepcional el juego metaliterario?
EM: Excepcional no diría yo. Extremadamente egocéntrico, sí.
(Tomo aire. Presiento la tempestad)
PR: Mmm, me parece que no le he entendido bien.
EM: ¿Es usted consciente de la putísima mierda que ha escrito, don Arturo?
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